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lunes, 7 de enero de 2013

On fire

Nos vemos dominados por nuestros impulsos involuntarios, nos controlan, y uno de ellos es evitar el fuego, porque como humanos, nos quemamos si lo tocamos. Cuando somos pequeños oímos decir que no debemos jugar con fuego. Quien juega con fuego se acaba quemando. Todo el mundo lo sabe.
Y sin embargo, siempre entramos en el juego. Siempre pensamos que podemos mantenernos lejos de las llamas y no salir heridos. Hacemos malabares y nos salvamos por los pelos. Se nos prenden las ropas pero nos sacudimos y apagamos las llamas a tiempo. En ocasiones dejamos que otros se quemen en nuestro lugar para salvarnos y al final nos duele más que una quemadura. Intentamos por todos los medios salvarnos, pero al final nos quemamos. 
Y a pesar de ello volvemos a jugar. ¿Por qué? Porque nos gusta el juego. Somos adictos a él, rayando en la ludopatía. Porque la vida misma es un juego constante en el que cuando pensamos que ya no podemos ganar nada nos podemos sorprender. Nunca hay un ganador absoluto, al igual que nunca hay un perdedor absoluto. El que se rinde, aquel que no se quema nunca, es el mayor perdedor. Para ganar algo hay que lanzarse, arriesgarse, hay que quemarse.
No podemos escapar de las llamas. Muchas veces nos consumen poco a poco cada vez que apostamos en nuestra jugada. Otras veces nos dan ese calor que necesitábamos tanto y que no éramos conscientes de esa necesidad. Y otras veces son las que nos dan esperanza y fuerza para seguir. 
Hay gente que dice que el odio quema, que el dolor arde y que el amor es fuego. La vida es fuego. Por eso para vivir hay que quemarse.